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MEUFFELS: STA LIDUINA de SCHIEDAM. CAP.9

CAPÍTULO IX
LOS ÚLTIMOS AÑOS
Se ha dicho con gracia y con verdad que “el tiempo parece largo al dolor que aguarda”. En la casa humilde donde desde hace muchos años padecía la santa enferma de Schiedam, las horas pasaban monótonas y siempre iguales. Para no tener que repetirnos, hemos resumido y reagrupado juntos, las enfermedades de Liduina, sus milagros, sus visiones y sus bondades. Pero en realidad, a pesar de las series de acontecimientos exteriores, de los vaivenes de los visitantes, para Ella nada venía perturbar la trama ordinaria de su vida de sufrimientos. 
Físicamente, un estado vegetativo. 
Los días, las estaciones, los años mismos se  sucedían sin aportar el menor alivio a sus enfermedades. La noche no era ningún descanso o alivio: en siete años había dormido tan solamente el valor de dos noches. (Nota: Este cálculo es arbitrario, la falta de sueño lleva a la locura, y Liduina no estuvo nunca presa de locura. Su cerebro debía de descansar en los momentos de las visiones.) Un día, contó a los franciscanos de Brielle, que habían venido a visitarla, que desde la edad de los veintitrés años no había visto ni el sol ni la luna. (Nota: Por la casi ceguera.) 
Desde hace mucho tiempo ya no tomaba alimento, ni bebida, y jamás, desde el momento que se tumbó en la cama, no había pisado el suelo firme. (Nota: Una vez pasados los 3 años de su caída. Durante este tiempo andaba un poco, luego tuvo que arrastrarse, incluso hasta el Mosa para beber agua del rio. El día que abrazo su padre se le reventó el absceso y entonces ya no pudo levantarse más.) 
Toda su existencia se sucedía uniformemente en el sufrimiento agudo, su comunión con Dios, y su preocupación por las necesidades ajenas. Esta monotonía en su vida puede justificar la parquedad desesperante de sus biógrafos respeto a la cronología de los hechos, incluso una verdadera confusión en las fechas de esos mismos hechos. Pero por otra parte nos da la mejor garantía del carácter heroico de la santidad de Liduina. Porque el heroísmo – Santo Tomás y Benedicto XIV nos lo aseguran – se confirma más en la continuidad que en lo sublime pasajero de los actos de virtud.
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Muerte de su hermano Guillermo. 
En el año 1423 murió Guillermo, el hermano de Liduina. Siempre fiel a su viejo padre, había sido igualmente muy cariñoso y servicial con su hermana. Sus hijos, Petronila y Balduino compensaban con su dedicación a la santa enferma la poca consideración de su madre hacia Ella. Liduina tenía en este momento, 43 años; hacía veintiocho años que estaba enferma, y su martirio duraría todavía diez años. Antes de su muerte, conocería las pérdidas de familiares y amigos y otros desgarramientos del corazón por los cuales Dios desata sus elegidos de un mundo que, a pesar de todo los encanta y retiene. Arrebatándole sucesivamente los que, hasta ahora, habían asumido para Ella el oficio de buen Cireneo, parece que Dios la trataba todavía con más rigor que con su propio Hijo. “El Hombre de Dolor, dice Brugman, colgaba de la cruz, abandonado por su Padre, pero su Madre estaba con Él, atendiéndole con todo el cariño de su amor. Liduina estaba desde hace mucho tiempo destrozada por los sufrimientos, pero aunque impotentes para aliviarla, corazones tiernos, compasivos, entregados, la habían atendido; y Dios se los iba a arrebatar uno tras otro, y fue para Liduina una de las pruebas más dolorosa.” La muerte de Guillermo hizo repetirse en Ella toda la pena que la causo, veinte años antes, la muerte de Petronila, su madre. 
La Bolsa de Jesús. 
Cariñosa y agradecida, Liduina se hizo cargo de una deuda del difunto que sus hijos no hubieran podido saldar. Junto lo que le quedaba de la herencia de su madre, que serían más o menos unas ocho libras holandesas. Entregó este dinero a Nicolás, otro miembro de su familia, (Nota: Hijo mayor de Guillermo.) rogándole saldar las deudas con los acreedores. Cuando Nicolás hubo acabado su faena y devolvió el monedero a Liduina, esta le pidió de contar el dinero que podía quedar. A su gran sorpresa, Nicolás se encontró con una suma rebasando las ocho libras iniciales. (Nota: No nos cabe duda de que los acreedores no solamente perdonarían estas deudas, sino que encima darían una limosna. En esta época, Liduina estaba ya muy querida por la ciudad. La complicidad de Nicolás en este encantador detalle es evidente, y se prolongaría más en adelante como vamos a verlo.) Liduina dio gracias a Dios, y desde entonces llamó este monedero “La Bolsa de Jesús.” Cuando después de esto, necesitados pedían a Liduina 
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una limosna, Ella recurría primero al dinero que tenía para su uso personal, y si faltaba, entonces echaba mano a “La Bolsa de Jesús.” Lo hacía con tanta generosidad que cada necesitado pensaba que lo recibía todo. Y a pesar de eso, la Bolsa nunca estaba vacía; se sacó de ella hasta cuarenta y ocho libras, y cuando Liduina murió, la Bolsa tenía todavía dinero. 
Los Picardos. Liduina martirizada. 
El 24 de Junio 1425, fiesta de San Juan Bautista, la iglesia de Schiedam recibió la consagración solemne de Zweder van Cuilenbourg que, dos años antes había cogido en Utrecht el puesto de Federico van Blankenheym. No sabemos si en esta ocasión Liduina recibió la visita del digno mandatario de la Iglesia como fue el caso, trece años antes, con Matías, el coadjutor de Federico. Es posible que esta vez la humilde Santa haya sido ignorada, porque sus historiadores no mencionan nada al respeto. Otra visita, en esta misma época retuvo mucho más su atención. En el otoño de este mismo año, el de 1425, el Duque de Borgoña, Felipe el Bueno, vino reclamar el condado de Holanda a Jacqueline y a Juan de Baviera, el otro pretendiente. El 10 de octubre, fiesta de San Víctor y San Géréon, hizo su entrada en Schiedam. Mientras los habitantes de la ciudad invitaban el Duque con un suntuoso almuerzo, cuatro soldados Picardos, (Nota: Aunque Picardía pertenecía a Francia, era cosa común de llamar Picardos a todos los mercenarios.) del séquito del príncipe, uno de ellos haciéndose pasar por médico, pidieron al cura, Jean Engels, de conducirlos a ver esta enferma extraordinaria cuya fama  había traspasado las fronteras. Fue apenas llegar a la casa de Liduina y empezaron a insultarla y golpearla. Jean Engels se interpuso, tratando de recordarles sus verdaderas obligaciones, pero le insultaron y le apartaron. Luego se ensañaron con Petronila, (Nota: Tenía entonces quince años.) la sobrina y cuidadora de Liduina. La joven se había interpuesto con valentía entre su  tía y sus verdugos. Pero fue brutalmente regañada y tirada al suelo con tanta violencia que se quedó coja hasta el fin de sus días. Los agresores entonces lo tuvieron fácil en contra de Liduina, tumbada en su jergón, indefensa y sin poder hacer el menor movimiento. Arrancaron sus mantas, la golpearon sin miramientos y le ocasionaron heridas cuyas cicatrices se
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notaban todavía en su cadáver siete años más tarde. Todo eso, injuriándola y haciendo acusaciones vergonzosas. Después de haber saciado un odio sin pretexto y verdaderamente satánico, la abandonaron. Cuando el pueblo supo del atentado, se quedó consternado; los magistrados fueron prevenidos, y cuando constataron el hecho, quisieron llegar al puerto (Nota: La comitiva del Duque había llegado en barcos.) para pedir al Príncipe el castigo de los culpables. Liduina consiguió retenerlos; pero no pudo retener la justicia divina: en la misma noche del crimen un vendaval tiró por la borda uno de los soldados, ahogándole en el Mosa; otro murió de apoplejía, y todos murieron poco después en circunstancias trágicas. (Nota: Menos uno, que se quedó inválido y que años más tarde mando a Liduina un sirviente suyo para pedirle el perdón.
En cuanto a Liduina, daba las gracias a Dios por haber recibido esas afrentas. Poco tiempo antes de este malaventurado hecho, en unas de sus visitas al Cielo, había podido contemplar su corona; le pareció hermosa sin duda, pero todavía con algunas sombras. Se había preocupado de ello a su Amado (Nota: Cristo), y le había suplicado de completar en Ella sus designios de amor. Ciertamente Él acababa de satisfacer su petición, otorgándole una prueba digna del Salvador Jesús, burlado, escupido, azotado, coronado con espinas y colmado de oprobio y humillaciones. 
Muerte de Pedro, su padre.  Nota sobre Guillermo. 
Apenas se había recuperado de esta indignante agresión, cuando un nuevo duelo se abatió sobre su corazón tierno. Esta vez fue Pedro, su viejo padre quién la dejaba. Vivía siempre con Liduina y con los niños de Guillermo, muerto dos años antes. Es probable, aunque los historiadores no lo mencionen, que el anciano fuera un testigo impotente de la agresión salvaje de los picardos. El terror que vivió y la compasión que sintió por su hija, ciertamente aceleraron su fin. Murió en la vísperas de la Inmaculada Concepción, el 7 de diciembre del 1425. Daba pena ver el dolor de Liduina, más todavía que durante la muerte de su hermano Guillermo, que Ella vivió, dice Brugman, como en estado de estupefacción, afligida, repitiendo a todos y preguntándose como había podido olvidar hasta entonces el hecho de ser mujer con todas las fibras de su cuerpo. (Nota: El lazo entre Liduina y Guillermo era muy fuerte. No olvidar que sus hijos, Petronila y Balduino vivieron en casa de la Santa, como ignorando a su propia madre. Liduina, 
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Virgen, no fue esposa ni madre carnalmente, pero su santidad conjuró esta falta, sublimándola en su hermano y los dos niños.
Muerte de su sobrina Petronila. 
Pero la muerte que más hirió el alma de Liduina fue la de su sobrina Petronila. Esta muerte llegó a las once de la noche, durante la fiesta de San Pontien, el 14 de enero del 1426.  La joven, que había quedado inválida después de haber defendido a su tía de los picardos, había seguido cuidando de Ella, curándola y sirviéndola. Su muerte, cayendo a un mes de distancia de la de su padre, dio a Liduina la impresión de que el mundo se derrumbaba al rededor suya. La casa se vacía, su madre, su hermano, su padre, su sobrina sobre todo, ángel terrestre, quién la cuidaba día y noche; todos desaparecían, dejándola sola en su jergón. Ella quién, hace poco había resentido sentimientos humanos de mujer, lloraba y se dejaba llevar por el dolor. Este dolor llegó a tanto que a Dios mismo le pareció esta vez excesivo. Él comprende al corazón humano. No reprocha ningún amor legítimo, como tampoco las lágrimas a causa de un duelo. Pero también es un Dios celoso, un Dios que quiere “imponerse” en los corazones de élite. Durante ocho meses Liduina se quedó sin los favores celestiales habituales, y Dios la dejó frente a un insoportable sentimiento de enfriamiento y abandono que ni sacerdotes ni religiosos supieron contrarrestar. Ella, debería además aprender, dice Brugman, “…que si el hecho para el ángel es de vivir en la carne sin por eso ser manchado, es una visión más sublime todavía, un verdadero don de Dios, que pasar por todas las pruebas y la aflicciones de este mundo, sin ayuda y sin consuelo humano.” Dios le recordaba así que se debe de aceptar, con más resignación aún, incluso con alegría y paz en el corazón,  las separaciones por crueles que sean, pero endulzadas por un inefable amor. 
Desde su lejana soledad en Egipto, tampoco Gerardo, el santo ermitaño, no encontraba otra causa a la ausencia espiritual de Liduina que su excesiva sensibilidad por la muerte de sus seres queridos. (Nota: Gerardo murió el 12.10.1426
Muerte de Jean Engels. 
Ocho meses después de Petronila, se despedía también del mundo de los vivos, Jean Engels, el cura de Schiedam. Sabemos que, muy considerado 
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por Liduina por sus bondades, incluso en los tiempos de sus flaquezas, lo fue más aún después de su arrepentimiento, (Nota: Jean Engels tuvo una debilidad por una mujer, hecho poco recomendable para la moral de la época.)  y la llamaba “buena madre Liduina”. 
Conformándose al uso que había adoptado el cura Andrés después de la visita del coadjutor de Utrecht, Jean Engels aportaba con asiduidad la santa comunión a Liduina, todos los quince días. A partir del año 1421, se la daba aún más frecuentemente, casi todos los dos días, cuando las fiebres de la enferma se lo permitían. Jean Engels murió el día de la Natividad de María, (8 de septiembre) en el año 1426. Liduina supo, en uno de sus éxtasis, que el arrepentimiento de esta alma era sincero, y que fue duradero. Aceptó de buena voluntad un aumento de sufrimientos para abreviar, para este sacerdote que le debía su salvación, el tiempo de expiación en las llamas del Purgatorio. (Nota: Este principio (subrayado), constante en la vida de Liduina, nos hace entrar en unas consideraciones metafísicas difícilmente aceptables para un profano. La religión lo explica de la manera que le conviene, pero detrás se perfila una realidad de psicología colectiva relacionada con el control del equilibrio de las fuerzas opuestas. Volveremos sobre este asunto en “Consideraciones Finales”.
Vuelven los Picardos. 
Algunas semanas después de la muerte de Jean Engels, el duque de Borgoña volvía a Schiedam con sus picardos. Poco faltó para que se repitieran los agravios anteriores. El capitán que tenía la autoridad en Schiedam recibió la orden de esclarecer lo sucedido con Liduina. Sometió la Santa a una vigilancia de las más extremas y severas. Aunque esta se volvió en favor de Liduina, la desconfianza era de rigor. Exigieron ahora del nuevo confesor de la enferma, un juramento sobre la verdad de las maravillas que se imputaban a la Santa. Pero un acontecimiento imprevisto puso fin a todas estas molestias. Glocester, el tercer marido de Jacqueline de Baviera, se preparaba con gran celeridad en Inglaterra para hacer valer sus derechos sobre el condado de Holanda. Felipe de Borgoña, recibiendo por correo secreto esta inquietante noticia, reagrupó sus tropas y se embarcó con urgencia para retirarse en el Flandes, y se olvidaron de Liduina
Llegada de Jean Wouters. 
Este nuevo confesor de Liduina era Jean Wouters de Leyde. ¿Era él 
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también Norbertin, cura o vicario de la ciudad, capellán de un convento de hermanas? Ningún historiador de la Santa nos lo aclara. Pero todos lo presentan como un sacerdote dedicado a la ciencia y de gran piedad. Después del contacto con dos almas sacerdotales mancilladas e inseguras, que causaron muchos sufrimientos al alma delicada y elevada de Liduina, por fin podía apreciar la felicidad de vivir bajo la influencia de un verdadero pastor, entregado y santo a la vez. En efecto, Jean Wouters había heredado de Jean Engels la compasión que manifestaba con Liduina, pero también de Jean Pot, el primer confesor de la enferma, el fervor siempre en alerta para santificar esta alma de élite. Este nuevo director no se contentó únicamente del rumor público, ni de las confidencias de su santa penitente para hacerse una opinión de los hechos extraordinarios relacionados con Liduina. Brugman nos lo describe introduciéndose a hurtadillas en el cuarto de la enferma, en el momento que Ella iba a entrar en éxtasis, para observarla mejor. Cuando Liduina se dio cuenta se entristeció y se quejó de ello a su confesor: “¿Por qué espiarla así, es que no le había ya tantas veces dado las pruebas de su absoluta sinceridad?” Entendemos su asombro y su pena. Pero el historiador no comparte tanto el sentimiento de la Santa. Jean Wouters, recordémoslo, fue posteriormente uno de los principales inspiradores de las dos “Vidas” de Brugman. Su conducta en el incidente que relatamos nos garantiza el valor de su testimonio. Este, adquiere por esta sabia desconfianza, una autoridad y un peso que no aportarían la simplicidad y el entusiasmo de otros admiradores de Liduina. En términos relativos, podemos repetir la famosa frase de uno (San Gregorio) de los Padres de la Iglesia: “la tardanza en creer del Apóstol Thomas fue mucho más provechosa a los intereses de nuestra fe, que la solicitud espontánea de los demás discípulos.” (Nota: Santo Tomás, apócrifo, fue apartado de los Evangelios oficiales a raíz de la política “renovadora” de la Iglesia en el siglo IV.
Fue Jean Wouters quién definitivamente impuso a Liduina la comunión casi diariamente, y se mantuvo a su lado con una dedicación, tan sincera como discreta, en las alegrías como en las pruebas dolorosas durante los últimos siete años de su vida. Una de estas pruebas estuvo a punto de hacer desaparecer la ciudad entera
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El incendio de Schiedam.  María le devuelve la visita. 
Durante el año 1428 los familiares de Liduina la habían oído muchas veces murmurar: Dios va golpear a Schiedam; su ira está sobre nosotros. De hecho, el domingo 18 de julio, a las once de la noche, un tremendo incendio se desencadenó en la ciudad. Tuvo su origen a la postre de una cena que habían organizado los pescadores de arenques antes de hacerse a la mar. En pocas horas, devorando las construcciones de madera típicas del Medio Evo, el fuego redujo a cenizas toda la zona central de la ciudad, y donde se encontraba la casa de la Santa. La gran iglesia de San Juan y el cercano convento  de Santa Úrsula ya estaban presos de las llamas. Liduina, olvidada por la consternación general, era incapaz de hacer el menor movimiento para salvarse. Sentía las llamas acercarse y el calor se volvía insoportable. Pero, repentinamente, el fuego se cortó delante de su casa. El viento había pegado un giro inesperado; y así el resto de la ciudad se salvó. Entre los numerosos habitantes que lo perdieron todo, se encontraba una caritativa vecina de Liduina, la viuda Caterina Simons. A instancias de Liduina la buena mujer había salido en peregrinaje a la “Dulce Madona” de Bolduque (Nota: Capital de la provincia del Brabante Septentrional). Al volver, se encontró con las ruinas de su casa y las cenizas de su mobiliario. Liduina la acogió en su propia casa y, como recompensa de su caridad, encontró en esta mujer la devoción de su madre y el cariño de su sobrina Petronila. Catherine, con un verdadero corazón de oro, se transformó en una caritativa enfermera para la Santa. Y hasta la muerte de Liduina, fue la testigo providencial, incluso la bienaventurada compañera de las maravillas que Dios quiso otorgar a la gran extática. 
A continuación de este incendio, Dios había reservado una gran alegría a la Santa. La estatua milagrosa de la Virgen María fue rescatada in extremis de la iglesia en llamas, y fue llevada por el clero y el pueblo a casa de Liduina. Sacerdotes y fieles acordaron que no había otro lugar más santo en la ciudad para guardar un tesoro tan preciado por la ciudad entera. Nos imaginamos la felicidad de la pobre inválida y la santa emoción de amor con las cuales Liduina recibió la figura tan querida. Es a través de esta que María había sonreído a Liduina, cuando rebosando de juventud y de buena salud, Ella se arrodillaba delante la imagen para saludar a su 
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Madre. Y ahora, era la Santa Madre que devolvía la visita a su hija, le devolvía otra vez su sonrisa, al final de toda una vida de sufrimientos y de dolor. Pero para Liduina el Thabor (Nota: Conjunto magnífico de montes alpinos) era la excepción, el Calvario, la regla. No pudo guardar mucho tiempo su tesoro; se reparó la iglesia con urgencia, y ya el 18 de noviembre de este mismo año, la imagen milagrosa fue devuelta al edificio sagrado. 
Todos estos acontecimientos, unos tristes, otros de consuelo, no cambiaban en nada para Liduina su vida de sufrimientos. Sus dolores no la dejaban descansar, e iban siempre en aumento. 
Los bubones de la peste. 
De la peste del año 1418 había heredado de dos bubones, uno en la ingle y el otro cerca del corazón. Y recordemos que había pedido un tercero en la mejilla en honor a la Santa Trinidad. En el año 1430, tres años antes de su muerte, un cuarto apareció, igualmente en la ingle. Fue tan maligno, que la carne entraba en putrefacción y caía a trozos. 
Jean Wouters, Caterina, Balduino, los ángeles humanos de Liduina. 
Es verdad, que todo su entorno se movilizaba para ayudarla. Jean Wouters, como un buen padre, multiplicaba sus visitas: la viuda Simons se entregaba con la ternura de una madre. Pero lo más conmovedor era el apego que le tenía el joven Balduino, hijo de Guillermo. El niño, de diez a once años, dejaba raramente el lecho de la enferma. Dormía en su cuarto; tranquilizado por las explicaciones de su tía, ya no tenía miedo de las luces maravillosas que algunas veces inundaban el cuarto y, día y noche, le ofrecía con simplicidad y amor toda su ternura. Liduina quiso recompensarle como saben hacerlo los santos; requirió para él una participación pasajera a su cruz. Un día, nos cuenta Brugman, el niño probó la cerveza que los rezos de la Santa habían convertido en un delicioso brebaje, y entonces fue preso de fiebres violentas. Duraron del mes de septiembre al mes de noviembre. En el día de San Martín, gracias a los rezos de la Santa, la recuperación fue completa, regalando al niño todo el mérito de una paciencia y de una bondad del alma que procuran fácilmente la experiencia personal del sufrimiento y de la enfermedad. 
A penas Balduino se había recuperado que Jean Wouters también fue preso de la misma enfermedad. Une fiebre maligna estuvo a punto de 
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llevárselo a pesar de las atenciones de sus hermanas. Pero Liduina estaba atenta e intercedió. Poco tiempo después, a un Franciscano que vino a visitarla, confesó, a pesar de su humildad, que Dios había escuchado sus súplicas y salvado la vida de su confesor. Jean Wouters volvía a hacerse cargo de su ministerio en el primero Domingo de la Cuaresma como Liduina lo había predicho expresamente a Cecilia, una de las tres hermanas del santo padre. 
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