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MEUFFELS: STA LIDUINA DE SCHIEDAM. CAP.7-8

CAPÍTULO VII

ANDRÉS EL CURA.
Liduina va conocer la enemistad. 
Dentro de las comunicaciones más famosas de Liduina con el mundo superior, hay una, donde se encuentra ligado muy de cerca el nombre del cura de Schiedam, maestro Andrés, Prémonté de la Abadía de Mariënweerd. Su llegada a la casa del cura de Schiedam ocurrió alrededor del año 1407; Liduina tenía entonces veinte y siete años. Según los historiadores de la Santa, era un hombre egoísta y brusco en sus maneras. 
Los capones. 
Un día, que había matado pollos para una cena en honor a los magistrados de la ciudad, Liduina le pidió la grasa de uno de sus capones para la composición de un cataplasma prescrito por Godefroy Sonderdank.  El ávaro individuo le dio un disgusto. Y puso tanta mala educación en su negativa de ayuda, que la enferma le contestó: “Las ratas se los comerán a todos, hasta el último.” Y poco tiempo después, Jean Pot – con alguna malicia en la mirada, subraya Brugman – vino anunciar a Liduina que su predicción se había cumplido a raja tabla. 
Las manzanas. 
Algún tiempo después, Liduina se animó a pedirle algunas manzanas, de una especie particular que crecía en el jardín de la casa del cura. La primera reacción de maestro Andrés fue una vez más de poner pegas. Pero, - sigue testimoniando Brugman con malicia franqueza – el cura, acordándose de la anterior malaventura, se ejecutó; claro, no por caridad, sino por temor a un nuevo revés. Sin exagerar su importancia, estos hechos dejan entrever que maestro Andrés no era el pastor que hubiéramos deseado encontrar al cuidado de una enferma de tal calibre. 
La mala voluntad se manifiesta. 
Se las ingenió para suprimirle algunas de las pocas comuniones que le estaban adjudicadas antes por favor especial, y cuando escuchaba su confesión, se desinteresaba totalmente de los relatos que le hacía Liduina de sus encuentros extraordinarios. La visitaba ocasionalmente, y no se 
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tomaba la molestia en esconder su malestar con Ella
La hostia no consagrada. 
Ahora, dejemos la palabra a Brugman. “El cura consideraba imposible que Liduina pudiera quedarse viviendo sin tomar alimento, y durante mucho tiempo le llevaba la comunión no sin repugnancia. Finalmente, en el año 1412, ideo el proyecto de poner Liduina a prueba para asegurarse si Ella vivía realmente y únicamente de la gracia de Dios, como se solía decir entonces. Conocedor del propósito, el ángel de la guarda de Liduina la avisó y puso todo su empeño en prepararla para enfrentarse a la tentación. En esta perspectiva poca alentadora llegó la fiesta de la natividad de María, y Liduina hizo llamar al cura para traerle la santa comunión. (Nota: El 8 de Septiembre 1412) El cura se apresuró en venir. Oyó la confesión de la enferma pero le dio, en lugar de la santa Eucaristía una hostia no consagrada. Pensó que la enferma se conformaría con ello, pero la trampa fracasó. Liduina, no pudiendo tragar esta hostia, se dio cuenta que no era consagrada y la rechazó. Al ver esto, el cura, fingiendo una gran indignación, reprendió la enferma con severidad, reprochándole su irrespetuosidad para con el cuerpo de Nuestro Señor. Pero Ella le contestó: “Padre, me creéis tan necia e incapaz de confundir el cuerpo de mi Salvador con un pan ordinario no consagrado. Puedo tomar y tragar fácilmente el cuerpo de Jesús, pero no puedo guardar sin devolverlo enseguida un pan ordinario”. Al oír esto, confuso por verse descubierto, el cura se levantó y volvió a su iglesia, llevándose, sin dársela a la enferma, la santa Eucaristía que también llevaba con él. Liduina se quedó muy triste, porque estaba privada de la comunión, y también porque veía la crueldad y la poca fe de su cura.” 
Comentario del autor. 
Entendemos perfectamente cuan dura tuvo que ser para la piedad de Liduina esta prueba tan novedosa.  Es siempre un gran abandono para un enfermo el que le viene por parte de un sacerdote. Postrado en su cama, no puede ir en busca de otro confidente de su elección, tampoco ir a la iglesia y mezclarse con los fieles, participar en los sacramentos, escuchar la palabra de Dios. El sufrimiento, de la índole que sea, pierde toda su amargura en un confesional, en el momento de la comunión, delante del 
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tabernáculo. El enfermo debe esperarlo todo, después de Dios, de todos los que vengan a verle. Para los inválidos como Liduina, la más pesada de la cruces es justamente esta entera dependencia de cara a los demás para obtener algo de ayuda espiritual que tanta gente con buena salud pasa por alto. El consuelo que había encontrado en la caritativa dedicación de Jean Pot, lo estuvo esperando en vano por parte de maestro Andrés desde los cuatro o cinco años que había ocupado la cura de Schiedam. La poca delicadeza del pastor, su egoísmo, su avaricia, la rareza de sus visitas ya no la sorprendían; entendía que humildes situaciones como la suya eran de poco interés para un alma del temple de maestro Andrés: se hacía cargo de ello. Pero ahora, ya era el colmo; ya no se veía solamente desatendida y despreciada, sino tratada como una desconocida y bajo sospecha por este mismo hombre que a pesar de todo, para su fe simple e ingenua, era el representante del Buen Dios. Maestro Andrés se enfurruñaba, se obstinaba, ya no volvía a visitar la enferma y no le llevaba más la santa comunión. Parece incluso que tomó medidas para que otros sacerdotes pasen de largo cuando había que llevar el consuelo de Dios a los enfermos de la parroquia. Y esta situación se prolongaba: la comunión con la hostia no consagrada había tenido lugar el 8 de septiembre y ya estábamos al principio de diciembre. Fueron para Liduina tres meses dolorosos; horas de angustia, el más terrible de todos los suplicios, verdadero desasosiego del alma, donde, desamparada, ya no sabe lo que pensar y donde repite el grito del Salvador en agonía: Dios mío, Padre mío, tan lejos de mí pasa este cáliz! Pero, como Jesús, recibió también la visita del ángel para consolarla. Le anunció que si el cura, cuidador infiel, le había infligido una gran pena, Dios mismo se le iba a manifestar a Ella
Intervenciones del ángel. 
Devolvemos la palabra a Brugman: “Esta tristeza de Liduina duró hasta la fiesta de la Inmaculada Concepción. Este día, a la hora de las primeras misas en la iglesia, el ángel de Liduina se le apareció, llenando la habitación con una gran claridad. La consoló con ternura y le anunció, que en compensación por la pena que le había causado el cura, dándole pan ordinario en lugar del cuerpo de Nuestro Señor, Ella vería pronto, en su carne y su sangre el Dios Salvador 
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crucificado y muerto para Ella. En esta misma hora se encontraban todavía en la habitación contigua, a punto de partir, algunas personas venidas para consultar a Liduina y pedirle la curación de un niño pequeño enfermo. Cuando vieron esta intensa claridad, pensaron a un principio de incendio y entraron con celeridad para apagar las llamas, pero la enferma los tranquilizó y los despidió.” 
La cruz viviente. 
“El lunes, en las vísperas de Santo Tomás, - la fiesta era este año, un miércoles – eran las ocho a las nueve de la tarde cuando su cuarto se llenó de nuevo con el resplandor. Liduina en este momento estaba meditando los ojos cerrados, y fue deslumbrada. En seguida abrió los ojos y distinguió al pie de la cama una cruz parecida, por sus formas y dimensiones, a las utilizadas para los enfermos. A esta cruz se encontraba atado, en carne y sangre y con cinco llagas, un niño vivo que reconoció ser el Hombre-Dios, Jesús-Cristo, crucificado para todos nosotros. Entonces mientras le hablaba y le daba las gracias, vio como la aparición subía hasta el techo, encima de Ella, en un movimiento como para irse. No pudiendo contener su amor por Él, Liduina exclamó: “Señor, si realmente es Vd. Y si ya queréis abandonarme, dejadme, os lo suplico, un signo que me garantice vuestra visita y me deje un recuerdo vuestro.”  Enseguida, el niño que parecía querer irse, volvió a bajar hacia Ella y se transformó en una hostia más grande que la que se da a los laicos, pero más pequeña que la usada por los sacerdotes durante la misa. Esta hostia estaba rodeada con un círculo de rayos muy luminosos y planeaba delante de Liduina, al pie de su cama y por encima de la ropa que tapaba la enferma. Estaba pincelada con cinco gotas de sangre, como en las manos, los pies y el flanco derecho. La del flanco estaba como seca y del tamaño de un guisante.” 
“Al ver esto, el corazón de Liduina se puso a latir violentamente, su pecho fue como oprimido y pensó que se moría. Llamarón a Caterina, la mujer de Simón el barbero; puso su mano en el pecho de la enferma para conjurar la opresión y para impedir que sucumbiera bajo la violencia de los latidos. Otros, que habían acudido al lecho de la enferma, vieron claramente la hostia con las cinco llagas sangrientas; entre ellos estaban el viejo Pedro, padre de Liduina, Guillermo su hermano, Petronila su 
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sobrina, así que varias vecinas, Margarita, Agata y Wivina; algunas vieron las cinco llagas, otras solamente las cuatro.” 
En este relato de Brugman, lleno de encanto y de fervor, Liduina nos aparece en éxtasis y llena de felicidad. Pero, incluso en el Thabor, Ella iba, según su costumbre, probar las amarguras del Calvario. Cuando había empezado a manifestarse la celeste aparición había mandado su hermano Guillermo avisar al cura. Este ya estaba acostado, pero se levantó y acudió en seguida. Fue él mismo testigo de la aparición, pero se encaprichó en no reconocerla como tal y ver en ella una ilusión diabólica. Después de negarse varias veces, y para quitarse de encima el capricho de Liduina, consintió en darle esta hostia en comunión. Cuando la tuvo en su boca, no la devolvió, cuando normalmente tenía grandes dificultades en tragar hasta un poco de agua. Pero maestro Andrés quiso tener la última palabra en contra de la evidencia misma. “El día siguiente, sigue Brugman, a la primera misa, el cura pidió a todos los fieles presentes de pronunciar un Páter y un Ave María para Liduina, para que la enferma, floja del entendimiento y trastornada por ilusiones diabólicas, se mantenga firme en sus grandes sufrimientos. Esto hecho, cogió el Santo-Sacramento y, con un numeroso séquito se fue a la casa de Liduina. Una vez allí, ordenó a todos los asistentes de arrodillarse y de pronunciar un Páter y un Ave, en  honor a Dios y para la salvación de la enferma. Luego pronunció esas palabras: “Amigos míos, sepan que el demonio estuvo aquí esta noche, para tentar a esta enferma con una hostia no consagrada y donde Dios no estaba presente. Para confirmar la veracidad de mis palabras estoy dispuesto a dejarme quemar vivo, igual que lo haría delante la verdadera presencia del Hombre-Dios en el Sacramento. A pesar de eso, le voy a dar la santa comunión, para que pueda hacer fracasar las artimañas del demonio, y os pido una vez más un Páter y un Ave, para que esta comunión sea de provecho para la salvación de la enferma.” Eso dicho, se acercó a Liduina, quién le respondió amigablemente: “Padre, Vd. no lo ha dicho bien: porque lo que ha ocurrido esta noche, no era obra del demonio. Ya antes de este acontecimiento os había informado de todo lo que mi ángel me predijo, esperando así que tendríais más confianza en mí. ¿No os he revelado ya otros secretos que deberían convenceros que la 
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gracia de Dios está conmigo? Os lo ruego, no digáis más que he sido víctima de una tentación o de una obra diabólica.” Pero el cura persistió en su opinión; animó Liduina a sufrir con paciencia, le dio la santa comunión y volvió a la iglesia.” 
El pueblo en defensa de Liduina. 
Mientras tanto una borrasca se acercaba en contra del cura de Schiedam. Salvo el desmentido, respetuoso pero firme que la Santa opuso a las insinuaciones de maestro Andrés, Liduina no dejó escapar ninguna queja o reprobación en contra del pastor incrédulo. Pero el pueblo no se quedó conforme. El resplandor que había iluminado el cuarto de la enferma, el relato de una aparición celestial y de une hostia milagrosa delante familiares y vecinos, relato que ya había dado la vuelta en la ciudad, la visita repentina y a una hora tardía del cura que, desde tres meses no había consentido a visitar la Santa, su vuelta por la mañana a primera hora, pero sobre todo sus palabras imprudentes en la iglesia, y sobre todo en la casa de la enferma, que fue hasta tratarla de loca y de poseída por el demonio, mujer que toda Schiedam veneraba, todo eso acabó en principio por intrigar y luego exasperar al sentimiento popular. El desprecio que maestro Andrés demostraba con Liduina, sumado sin duda al descontento motivado por su avaricia sórdida, todo eso acabó por reventar y generó un verdadero movimiento popular en contra del cura. 
Los magistrados acudieron. Trataron de entrometerse y calmar los ánimos reproduciendo los argumentos del cura. Según él, la enferma había sido verdaderamente la presa del demonio que le dejó una hostia encantada. El pueblo protestó, dijo que era una mentira, y opuso a las declaraciones del cura las afirmaciones de testigos dignos de fe. Se le intimó a decir lo que había hecho de la hostia milagrosa. Cogido por el miedo, el cura empezó a turbarse, contradecirse, afirmar lo contrario de lo que había afirmado un minuto antes. La indignación se generalizó; tomó unos matices de tal envergadura que los magistrados, para prevenir una desgracia, aconsejaron a maestro Andrés de no salir más a la calle. Y consiguieron calmar a la gente solamente con la promesa que las autoridades eclesiásticas superiores entrarían en el asunto y establecerían las responsabilidades y sanciones oportunas.
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Los magistrados intervienen. 
De hecho, el viernes siguiente, el Coadjutor de Federico de Blankenheym, Matías, obispo titular de Biduane, llegaba a Schiedam, acompañado de Jean le Clerk, decano del Schieland, y de varios doctores y eclesiásticos famosos. Toda esta comitiva se fue a la casa de Liduina con maestro Andrés que los historiadores describen entonces como bastante turbado. A la llegada de sus superiores jerárquicos el cura había secretamente hecho conjurar a la Santa, por el amor de Dios, de perdonar su ignorancia y de sacarle del mal lío donde se había metido. Liduina recibió la orden de explicarse, con plena libertad, sobre los acontecimientos del lunes anterior. Recordó y confirmó los hechos tales los hemos relatado. 
Por otra parte, Pedro, su padre, Guillermo, su hermano y todos los que fueron testigos del prodigio hicieron una deposición delante los magistrados que el Coadjutor había convocado para oírlos. Liduina en su deposición había insistido sobre dos puntos: pidió el secreto, mientras viva, de los favores que Dios le había hecho. Pero sobre todo hizo prometer a los jueces que su deposición no perjudique en nada la reputación y la situación de maestro Andrés. Este último ruego de la Santa es particularmente conmovedor, y prueba una vez más su buen corazón y su inalterable caridad. Pero es más que probable que la religión de los jueces estaba ya hecha sobre la sentencia que tenían que pronunciar. ¿Cuál fue? Brugman dice solamente – lo citamos textualmente: “El obispo alabó el amor de Dios por Liduina, dándole este signo, y por eso consagró para el servicio de los altares la ropa por donde la hostia había pasado por encima.” No obstante se le dejo la cura a maestro Andrés. Según parece su superior jerárquico debió de haberlo hecho los reproches pertinentes por haber ignorado y desconocido, por culpa propia, el gran tesoro que Dios le había confiado. Hubiera debido mostrarse más caritativo con Liduina, conociendo mejor que nadie su obediencia con su autoridad de sacerdote y de pastor, su gran piedad, su caridad absoluta, su reputación de santidad reconocida universalmente así como por los prodigios que Dios le concedía. 
Arrepentimiento y muerte del cura. 
Maestro Andrés – hay que reconocerlo – tomó en cuenta la 
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amonestación, porque después de la ida de Matías se observó que el cura de Schiedam era más bondadoso con la enferma. A partir de entonces le llevó la comunión todos los quince días, y esa fidelidad – Brugman insiste en ello - no se desmintió hasta la muerte del cura. Esta ocurrió en el año 1413. La peste hacía estragos en Schiedam, y Liduina, también la padeció. Maestro Andrés había venido a verla para darle la santa comunión, y antes oía su confesión. Como queriendo protegerse del contagio, se tapaba la nariz y la boca, de lo que se percató la Santa. Aseguró al cura, de parte de Dios, que Ella no sería para nadie motivo de contagio. Y con esta particular libertad que caracteriza a los santos, aconsejó a su confesor de poner en orden su conciencia porque “la precedería en la tumba, su hora estaba por llegar”. Maestro Andrés se lo tomó a broma; pero antes de que acabe el año el cura fue cogido por el mal. Liduina le había repetido sus advertencias, como descubierto injusticias cometidas y no todavía confesadas. Según Brugman, maestro Andrés no quiso hacer caso a la Santa, y murió en pecado. 
Comentario del traductor: (El hombre moderno, racional y materialista no aceptará tales acontecimientos. Sería olvidar que los antiguos no tenían nuestros prejuicios, para ellos lo divino era cosa corriente,  no se discutía en  tertulias sabiondas, se vivía sin más. El fenómeno vivido por Liduina y la  gente que la rodeaba es similar a lo que cuentan todas las leyendas antiguas; los dioses moraban entre los humanos. Reconocer esta  realidad por parte humana garantiza la manifestación de los dioses, por supuesto. Dioses, avatares, santos, mesías son tres cuarto de lo mismo, o sean, entes extraterrestres o de otra dimensión, humanos híbridos o humanos influenciados por estos para difundir mensajes de sabiduría y conocimientos. A cada cultura, tradición religiosa, corresponden imágenes diferentes, pero todas demuestran en sus manifestaciones un salto cualitativo indiscutible tanto en la ciencia como en la filosofía profana o espiritual. Esta última, con su problemática de lo puramente divino, pertenece a una percepción incompleta y subjetiva, aunque cierta en parte de sus planteamientos de la realidad divina. (Los ángeles, si no son seres de otros planetas, y entonces son seres de otra dimensión, pertenecen entonces a esta particular percepción.) La percepción objetiva solamente la ciencia puede demostrarla,  aunque grandes iluminados cristianos, Liduina incluida, chamanes y estudiosos de lo paranormal, hayan podido y podrán siempre percibirla. Es decir que la religión no debe de ser un fin en sí, sino una  herramienta al igual que la ciencia, para alcanzar el Conocimiento.) 
El sucesor, Jean Engels. Muerte de Werembold  
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Su sucesor a la cura de Schiedam fue Jean Engels de Dordrecht. También el nuevo cura tuvo durante un tiempo sus reparos y prejuicios en contra de una enferma tan extraordinaria. Pero se convenció de la santidad y de las vías maravillosas por donde Dios llevaba a Liduina, fue para Ella muy bondadoso. Le sirvió de confesor y le llevaba regularmente la santa comunión. A pesar de eso, como si ningún desafío no debía de serle ahorrado, Jean Engels la afligió mucho al llevar una vida privada de poca dignidad. El alma tan pura de Liduina padeció de una indecible pena. Con la santa libertad que la caracteriza, puso al cura en evidencia delante el escándalo a los ojos del pueblo; tuvo la gracia, después de algunas resistencias del culpable, de hacerle llorar de arrepentimiento y de perdonarle. Le ocurrió lo mismo con otro eclesiástico, Pierre de Berst que, durante muchos años se encontraba preso de las redes de una persona de mala reputación. Este pastor administraba con dedicación los modestos bienes de la Santa, y Liduina consiguió, no sin dificultad, abrirle los ojos y un arrepentimiento tardío pero sincero. 
Doce años después de su muerte la Santa se enteró por una revelación que este pastor necesitaba todavía rezos y votos por parte de los vivos. Queriendo acelerar, para el pecador arrepentido, la hora de la misericordia divina, esta aceptó un aumento de sufrimientos personales. Y poco tiempo después, Ella tuvo la clara visión de que Dios había aceptado su sacrificio caritativo. 
Otro sacerdote murió el mismo año que maestro Andrés, y este dejó a Liduina un recuerdo muy triste y de cariño. Era Werembold de Gouda, el famoso predicador popular, rector de la iglesia Santa Cecilia de Utrecht. Había vuelto una última vez a Schiedam en los primeros meses de este año 1413. En su visita a Liduina, le habló de su muerte que sentía cercana; puede ser, dijo, que no llegaría a las Pascuas. Liduina le aseguró que llegaría a Pentecostés, y su predicción se cumplió con exactitud. La fiesta debía de caer este año, el día de San Bernabé, el 12 de junio. Al final de la noche anterior, al alba, algunas hermanas Terciarias, pasaron por casa de Liduina, diciéndole que iban a ver su Padre y confesor porque se habían enterado de su enfermedad. Liduina les dijo de apresurarse. Cuando llegaron a la noche a Utrecht, oyeron las campanas de la ciudad repicando la muerte del santo padre. 
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CAPÍTULO VIII
LA BENEFACTORA DE SU PUEBLO. 
Liduina y su familia. 
Nos haríamos una idea falsa de esta enferma, cuando transfigurada por los éxtasis, la viéramos entonces replegada sobre sí misma e insensible a las alegrías y penas de su entorno. Los estragos de su enfermedad como  tampoco los favores extraordinarios que le otorgaba Dios alteraron la exquisita bondad de su alma ni la mesurada postura de sus relaciones con los demás. Esta mártir, esta extática, era un corazón cariñoso y entregado para todos los que se le acercaban. 
Muerte de Petronila, su madre. 
Sufrió mucho cuando murió su madre Petronila en el año 1403; Liduina, entonces con veintitrés años, hacía ocho años que estaba enferma, y era – recordémoslo – la única hermana de ocho hermanos. Dulce y discreta de carácter, no causó otra molestia a su madre que la de privarla de los servicios que una joven en buena salud le hubiera dado para una familia tan numerosa. Sobre todo desde el día milagroso en que un hombre fue apartado de una muerte segura, a Petronila le fue confirmada la santidad de su hija y se entregó valientemente a su deber de madre. Pero en el año 1403 estaba ya agotada; la fiebre arruinaba su salud; comprendió que era el fin. Temiendo de no haber sido a la altura, se confesó a su hija. “Temía tan poco la muerte – le dijo - que no aceptaría que un vulgar gusano muriera por ella en su lugar. Pero suplicó a su hija de rezar a Dios por ella y de obtenerle el perdón por sus fallos.” Liduina la tranquilizó, le dio las gracias por sus maternos cuidados, le pidió perdón por el exceso de trabajo que le había causado su enfermedad y le prometió que no la olvidaría nunca. Es para mantener esta promesa, que a sus sufrimientos, sin demasiados méritos – pensaba - , Liduina se adjuntó uno nuevo, a su manera. Desde este momento hasta su muerte se puso un cinturón de crin de caballo que le apretaba la carne en vivo, y que reemplazaba por otro cuando se veía gastado y corrompido por los humores del cuerpo, o se rompía y caía en pedazos. En cuanto a Petronila, murió, dejando un gran vacío en la familia. Liduina sobre todo lo resintió. ¿Quién puede más reemplazar a una madre al cuidado de una hija paralizada y desgraciada? 
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Guillermo, Caterina, Balduino. 
Por fortuna, Guillermo, uno de los hermanos de Liduina, se había casado hace poco, y su mujer se ocupaba de las tareas domésticas. Si el temperamento parlanchín y pendenciero de esta cuñada molestaba mucho a Liduina, más bien dulce y discreta, una caritativa vecina, Caterina “esposa de Simón el barbero”, atenuaba esta cruz casera. Manifestaba un gran afecto a la enferma; la consolaba y la curaba si era necesario. En recompensa por su caridad, fue varias veces testigo de la visiones de la Santa. Baldwin, otro hermano de Liduina, estudiaba para ser sacerdote. Pero no llegó a tener el coraje necesario; se paró en el camino y no llegó al sacerdocio. Los otros seis hermanos no figuran en la historia de la Santa; es probable que, unos tras otros tuvieran familia y se alejaron de la casa paterna. 
Pedro, el padre. 
Quedaba el viejo Pedro, padre de la enferma. Su propio padre, Juan, cristiano de grandes virtudes, llegó hasta los noventa años. A los cuarenta perdió a su esposa. Durante los cincuenta años de viudez, su vida sobria y de mortificación fue de una gran dignidad; comía carne únicamente a mediodía los domingos, y ayunaba con pan y agua dos días a la semana. Pedro, el hijo, tenía los rasgos y las virtudes de su padre. Era un hombre tranquilo, piadoso, presente en la iglesia. Lleno de compasión por los sufrimientos de su hija, la ayudaba en lo todo lo que podía. Sobre él, más si cabe que sobre su mujer Petronila, recaían todas las cargas de la familia. Con notable decencia rechazó siempre utilizar los donativos que almas caritativas entregaban a su hija: pensaba que Ella era la más indicada para gestionarlos entre ayudas a los pobres y utilización del sobrante. Para hacer frente a sus obligaciones, había aceptado el trabajo de sereno; y durante el rudo invierno del año 1408, se le congeló el pie derecho. Este mismo año Guillermo VI y Margarita de Borgoña llegaron a la ciudad de Schiedam y se interesaron por la situación difícil del anciano. Por consideración por su santa hija, le ofrecieron de ayudarle en adelante en sus gastos y permitieron que su trabajo de sereno sea adjudicado a su hijo Guillermo. La pensión, muy modesta – con su discreción habitual, Pedro no quiso una más importante – se pagó regularmente en los primeros 
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tiempos. Pero por la incuria de los oficiales del Príncipe los vencimientos de la ayuda se alargaron, y Pedro se encontró de nuevo en una dificultad que no pudo esconder a su hija. Por otra parte, Ella se daba cuenta de las consecuencias en su padre de la edad y de su discapacidad. Ocurría a menudo que el pobre hombre se caía, poniéndose en pie a grandes penas y volvía a casa con contusiones y heridas. Un día que había salido para ir a las vísperas, y a pesar de las recomendaciones de su hija, cayó en un canal cerca de Damlaan. Brugman atribuye el accidente a una agresión directa del demonio “irritado en contra del anciano por su asiduidad a los oficios de la iglesia”. Un campesino que pasaba entonces por allí, lo vio, le prestó asistencia y lo devolvió a su casa. Pero mientras tanto, el rumor del accidente ya corría por la ciudad, y alarmó a Liduina quien creyó que su padre se había ahogado. Gracias a Dios, el rumor era falso. Pero desde entonces, cada vez que el anciano iba a la iglesia, su hija estaba presa de inquietudes y angustias. Y cada año, en las vísperas de Pentecostés, día del accidente, el mal recuerdo atormentaba el buen corazón de la Santa. 
La caridad de Liduina. 
La bondad de su alma no se limitaba a los miembros de su familia. A pesar de su pobreza encontraba los medios para ayudar a los pobres. Los donativos que se le llevaban pasaban por sus manos solamente para aliviar a más pobres que Ella. Fue también el destino de algunas joyas, de algunos muebles pequeños y de un jarrón algo precioso que su madre le había dejado en herencia; todos fueron vendidos y así convertidos en limosnas para los necesitados. Brugman nos cuenta algún que otro detalle revelador. El lunes, Liduina distribuía huevos y pan blanco. Otro día, era pescado cocido con cerveza que tenía en muchos jarrones. Al principio del otoño, hacía reserva de guisantes y se proveía de un cuarto de vacuno; así durante el invierno, habitualmente riguroso en Schiedam, dos veces por semana recurría a esta reserva para alimentar a los indigentes. Muchas veces, además de estos alimentos, y cuando le era posible, daba también una moneda. Se interesaba particularmente de las mujeres pobres en estado y, en general a todos los míseros, que como Ella, estaban enfermos: les hacía llevar pan, mantequilla, cerveza y algunas veces algo de ropa o lana. Dios se mostraba satisfecho de las buenas obras de 
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Liduina, y se lo hacía saber. 
Los banquetes celestiales. 
En sus éxtasis, Liduina asistía a banquetes celestiales donde figuraban, además de sus limosnas, los modestos utensilios – Ella lo cuenta con ingenuidad – de que se valía para conseguirlas. Pero en lugar de cerveza guardada en jarrones de piedra, en lugar de guisantes guardados en toneles de madera, eran entonces preparaciones delicadas servidas en platos de oro y plata, vinos exquisitos en jarrones de cristal. Y en la mesa cubierta de manteles de seda, Ella veía “sentados los ángeles y los santos y con ellos el Señor.” Así, Dios hacía recordar a su sirvienta que era bien a Jesús mismo que se servía, cuando por amor por Él se alimentaba a los pobres. 
El milagro del vino. 
Otras veces Dios recompensaba su caridad con verdaderos milagros. Un día, cuanta Brugman, Liduina vio entrar en su casa una mujer epiléptica, que mendigaba de casa en casa y que siempre era ignorada por su mal. La infeliz, devorada por una sed sin freno, pedía algo de beber. Desde su cama, Liduina le indicó la estantería para que se sirviera de una jarra media llena de vino. La mujer se la bebió de un tirón y colocó la jarra en su sitio. Cuando a la noche, Liduina tomada a su vez por la fiebre, pidió a su padre de acercarle el vino, este, descuidado, derramó una parte del vino encima de él. Este descuido tenía su razón, porque la noche anterior él mismo había llenado a mitad la jarra, y cuando la cogió para dársela a su hija estaba rellena al borde. Era un vino exquisito, y durante mucho tiempo la jarra estuvo siempre rellena. (Nota: Desde la San Remigius hasta la fiesta de la Concepción. Liduina no había informado Caterina del Milagro, y esta lo tiró pensando que no se bebía. Brugman sitúa el hecho en el año1400. Durante los primeros años de su enfermedad Liduina bebía a menudo un poco de vino mezclado con agua. En el año 1412 ya no podía tragar alimentos y líquidos. Darle la Comunión requería entonces, por parte del sacerdote, mucha delicadeza y paciencia. ) 
El milagro de los panes (metáfora). 
Casos parecidos se reproducían bajo formas diversas. Un año, Liduina pudo ayudar a treinta y seis familias con provisiones que había comprado solamente para tres familias. El pariente de Ella que se ocupaba de las distribuciones de carne y guisantes constataba con sorpresa que los 
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recipientes se vaciaban con exagerada lentitud. Otro año, después de Pascua, quedaban todavía la mitad de las provisiones a pasar de las limosnas y del consumo habitual de la casa. Un año, Liduina, en necesidad, tuvo que pedir prestado un jamón a un amigo. Cual fue la sorpresa de este cuando volviendo a su casa encontró en al mismo sitio del otro un jamón más grande y de mejor aspecto que el que había prestado a la Santa. 
Liduina recomendaba la caridad a todos los que venían a verla, a los prelados, a los ricos, a los mismos obreros.  Instaba a los mercaderes a que una parte de sus mercancías sea adjudicada a los pobres. Un día, una señora Le enseña un telar de donde piensa sacar un vestido para ella y su hija. La Santa le recomienda primero de cortar una sotana para un cura pobre que conoce. En seguida se pone a medir y, bajo sus dedos el telar parece engrandecerse; dando así ampliamente la posibilidad de contentar madre, hija y por si fuera poco el cura. 
Los cimientos del orfanato. 
Sus propias necesidades le importaban; parecía esencialmente preocupada por las de los demás. Un burgués acomodado de Flandes se le ofrece para construirle una casa más confortable. La Santa le da las gracias con alegría. Pero declara a su simpático benefactor que moriría feliz, sabiendo que a su muerte un asilo para los pobres reemplace esta modesta casa donde se encuentra, y que le basta para lo que le queda de vida. (Nota: Y así se hizo. Hoy en día es un orfanato.) 
Liduina y los mentirosos. 
No obstante, su caridad no era ciega; se caracterizaba por un agudo espíritu de prudencia y de discernimiento. Un día, saliendo de una fuerte fiebre, desenmascaró una deshonesta mujer que, con sus lágrimas y llantos había engañado el buen corazón de Catherine Simons y había conseguido una sustenta ayuda por parte de su confesor “Demasiado buen Israelita”, añade Brugman. Liduina, tan compasiva, tan caritativa para los verdaderos necesitados, se mostraba inflexible con los mentirosos. Los llamaba, sin miramientos, sepulcros blanqueados, hipócritas, ladrones engordándose con las limosnas destinadas a los sufridores del Salvador Jesús
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Liduina sigue sufriendo pero ayuda a los demás. 
Sabemos ya que volvía a menudo de sus éxtasis, cargada de nuevos sufrimientos. Los había pedido espontáneamente para aliviar alguna gran piedad que Dios le había revelado o para impedir, a su propia despensa, la perdición de algunas almas. Para convertir cualquier pecador o para liberar del purgatorio cualquiera alma, hubiera aceptado de buen grado, decía, quedarse allí mismo en su lugar hasta el fin del mundo. 
En el Carnaval, cuando oía los gritos y las canciones de la calle, intensificaba sus rezos para los pecadores y se ofrecía a Dios para sufrir aún más. Y muchas veces una nueva llaga, una crisis más aguda de dolor era la respuesta a las angustias de su caridad. Otras veces, sus caritativas intervenciones parecían causarle ni tiempo ni penas. Un día, dos soldados están a punto de acabar con un duelo. La madre de uno de ellos corre, en llantos, avisar a Liduina. La Santa tranquiliza la madre, y en el mismo instante los dos fogosos se reconcilian. El historiador hasta nos hace sonreír, cuando en un lenguaje típico nos pinta “Su odio feroz se transforma en un abrazo recíproco, sus espadas en pintas para beber juntos, sus insultos en palabras cariñosas, en fin, el duelo en un perfecto acuerdo de los corazones.” 
Sabemos que Liduina conocía el secreto de consolar, de alentar, de instruir las almas. Ya algunos años después del comienzo de su enfermedad, la gente venía de todas las partes para pedirle consejo o consuelo; algunos días la pequeña casa se llenaba de extraños. Para la enferma significaba un aumento de cansancio y de fiebre. Pero Dios hizo por lo menos que su familia no fue molestaba por ello. Si las horribles llagas de la enferma nunca causaron repugnancia a los que la curaban, las visitas, debidas a la confianza que inspiraba la Santa, nunca fueron un suplemento de carga para sus familiares. 
Visitantes de renombre. 
En esta multitud de visitantes se encontraban gente de toda condición. Sacerdotes y religiosos venían a consultarla, encomendarse a sus oraciones, como Werembold de Gouda y Jodocus el prior de los Canónigos Regulares de Brielle; varios Franciscanos del convento de esta ciudad, Nicolas Wit, el prior de los Chartreux de Schoonhoven y Jean 
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Busch el famoso autor de la Crónica de Windesheim. Los príncipes no faltaron, como Guillermo VI de Holanda y Margarita de Borgoña. A la muerte de Guillermo (1417), Margarita mando un correo a Liduina para preguntarle “si el conde ya había alcanzado el Cielo”. La Santa debió encontrar la pregunta algo fuera de lugar, porque sin más, le contestó que “si el conde había alcanzado ya el cielo, entonces Dios la trataba a Ella con mucho rigor porque, después de veintidós años de sufrimiento, todavía estaba presa en su lecho de dolor.” El hermano de Guillermo VI, Jean de Baviera, antiguo obispo elegido de Liège y principal competidor de Jacqueline, vino, él también a consultar a Liduina y no se retiró, eso dicen, hasta después de haber oído una cuantas crudas verdades. En cuanto a Jacqueline, no figura en ninguna parte en la historia de nuestra Santa, y su nombre incluso no esta mencionado por ningún biógrafo de la Santa. (Nota: Por razones de política de influencias territoriales. A la pobre Jacqueline muchos potentados le tenían envidia y se la quitaron de en medio.
Liduina protectora de su ciudad. 
La Santa debía sin duda su gran reputación por su extraña enfermedad, por sus virtudes, por los dones extraordinarios que Dios le había otorgado, pero también por esta infinita caridad que emanaba de su alma. Liduina se convirtió, aunque de una manera más modesta lo que ocurrió antaño con Genoveva de Paris, en la benefactora de su pueblo, el ángel tutelar de la ciudad. Sin duda sufrió, Ella también, de los parlanchines, de los que se reían a su costa, de los detractores y de los escépticos, sobre todo de los inoportunos y de los indiferentes para quienes no tienen importancia la gente humilde, los enfermos de baja condición social y todos los que son para ellos, bocas inútiles, por ser en definitiva acabados. Pero en general su nombre estaba pronunciado con respeto dentro de la ciudad, y fuera de ella. La confianza del pueblo, el reconocimiento de tantos pobres y desdichados asistidos por Ella, la afluencia de los visitantes de toda condición, el rumor público en Schiedam y todo el condado de Holanda, todo eso proclamaba bien alto el sitio que ocupaba, en la veneración general, esta pobre mujer destrozada por la enfermedad y los sufrimientos. Muchas veces hemos tenido de ello las pruebas de las más sorprendentes. 
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El caso de Otger. 
Así el día, donde en una reunión de borrachos que la cargaban de todas clases de calumnias, se levantó de pronto de su silla Otger, el más conocido de ellos, e increpó  a sus compañeros, aceptando sin rechistar insultos e incluso golpes.  Y todo eso para mantener intacta, hasta en un tugurio, la reputación de santidad de la enferma. Liduina, que supo de ello en una revelación, mandó dar las gracias a este defensor inesperado, y este, conmovido por esta atención de la Santa, renunció a su pasión por la bebida y supo perseverar. 
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